La modernidad y la posmodernidad han ido consagrando una serie de valores para la convivencia que no siempre han coincidido. Si el protocolo aristocrático imponía una máscara de buenas costumbres a las relaciones sociales, la Revolución impuso el citoyen, y los convencionalismos fueron más espontáneos. Luego vino aquello de que “los rojos no llevaban sombrero”[1] y el mayo del 68 puso al descubierto posmoderno lo hipócrita de las fórmulas de cortesía. La cortesía que podría considerarse la piedra de toque del funcionamiento de muchas sociedades (el paradigma más evidente es el japonés) cayó en el desprecio. Había que liberarse y la libertad consistió en ser espontáneo. Ser libre no sólo era hacer lo que uno quiere, sino justo lo que a uno se le apetece: fuera los sujetadores, debajo de los adoquines está la playa… En las relaciones socio-sexuales la sinceridad se convierte en un valor en alza. Si eres una persona tímida, si te lo piensas, es que ocultas algo. Simmel podría haber suscrito esto, y bendecirlo también. Precisamente el uso social del secreto consiste en que ocultamos una parte de nosotros mismos para hacer más factible la sociabilidad. Ahora, en cambio, la cortesía no queda más que como rito a derribar, una persona sin secretos, sin dobleces es sincera… Pero ser sincero sólo se convierte en cualidad cuando consiste en, valientemente, decir a la cara “las verdades”. Entendemos por “verdades” aquellas que duelen, las que “denuncian”. Nadie recibe la consideración de Sincero del Año, por realzar las virtudes de nadie, sino por publicar sus defectos. Sinceridad, espontaneidad, transparencia del yo. Una ecuación claramente posmoderna. Simmel seguramente resaltaría las virtudes de la opacidad de un yo translucido, cortés y preocupado de la impresión que podemos impactar en los demás. La sinceridad es la virtud sobrevalorada.
[1] Formaba parte de una campaña de posguerra para aumentar el uso del sombrero
martes, 12 de enero de 2010
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